Podemos ponernos todas las vendas que queramos sobre una herida que no deja de sangrar o aplicar todos los paños calientes que deseemos. Podemos incluso callarnos o, ya no como periodistas, sino como personas reservarnos nuestra opinión. Porque no es cómodo tocar estos asuntos Podemos aplicar aquello de que quien con niños se acuesta mojado se levanta y no meternos en esta incómoda cama. Podemos, en definitiva, mirar hacia otro lado. Pero lo que no podemos evitar es la tozuda realidad: nuestra sociedad, y singularmente el fútbol, como altavoz ideal para este tipo de grupos, tiene un grave problema con los ultras y la violencia que generan. No importan ideologías ni colores.
A Coruña fue este fin de semana escenario de una distopía complicada de entender en un estado del bienestar en el que no es admisible encontrar a según qué grupos organizados por las calles provistos de puños o de palos, de piedras o de lo que tengan a mano para sembrar el caos y certificar nuestro fracaso como sociedad.
Lo peor de todo es que nada de lo sucedido resulta sorprendente. No había que ser un avezado observador para saber que los ultras malacitanos, conocidos ya por sus incursiones en otros escenarios (Vigo, sin ir más lejos), iban a trasladarse a A Coruña. Un diario malacitano publicó incluso que habían realizado una ofrenda floral a la Divina Pastora antes de partir hacia nuestra ciudad. El partido había sido declarado de alto riesgo, las entradas en los desplazamirntos ya hace mucho tiempo que tienen una clara trazabilidad y se obtienen, o así debería de ser, bajo identificación de quien las utiliza. La visita estaba totalmente planificada, con parada y fonda en Ordes y hasta 16 furgonetas alquiladas el sábado para realizar desplazamientos, que no cabía suponer que fuesen precisamente turísticos. De manera sorprendente, la ennegrecida tropa ultra se presentó en la noche del sábado en los aledaños del estadio de Riazor sin que nadie hiciese algo por tenerlos controlados. Un portavoz del Sindicato Unificado de Policía aclaró este domingo que en la noche de autos había apenas seis policías nacionales de servicio en la ciudad.
Resulta difícil de entender que un país en el que se pagan impuestos para que se ofrezcan una serie de servicios nadie sea capaz de garantizar que 50 delincuentes puedan desplazarse con total impunidad por una ciudad como A Coruña y sembrar gratis el pánico. Las quejas por las escasas dotaciones policiales que vigilan nuestro bienestar ya son recurrentes y se ponen de manifiesto en ocasiones como esta. Pero también cabría hacerse más preguntas que deberían de tener contestación lo antes posible, desde luego antes de que vuelva a repetirse una situación similar.
Porque todos sabemos que volverá a ocurrir e igual la próxima vez, o la siguiente, o la subsiguiente, volvemos a hablar de una desgracia que vaya más allá de unos desórdenes o de un bar destrozado: ¿Cómo es posible que grupos organizados y censados como el que llegó a A Coruña pueda desplazarse de sur a norte y de norte a sur y nadie les ponga un cascabel que alerte de sus movmientos? ¿Cómo es posible que, una vez controlados, los ultras puedan regresar horas después a la misma ciudad en la que causaron altercados para, se supone, ir a presenciar un partido de fútbol? ¿No hay resortes suficientes para impedirlo? ¿Nadie podía hacer algo para que esta gente una vez realizada su razzia sabatina volviesen a su madriguera sin regresar a la ciudad? ¿Qué podría hacer ante una situación así LaLiga, siempre tan atenta a que por ejemplo aficionados de equipos visitantes no luzcan sus colores en determinadas gradas? ¿Dónde están quienes en teoría protegen a los habitantes de una ciudad como A Coruña para impedir que un grupo así, ya bajo control, pueda pasearse con escolta policial por nuestras calles?
Miremos también hacia nosotros. En esta ciudad, Riazor Blues nació en 1987 con un orgullo barrial que conectaba en el estadio a sensibilidades de jóvenes que tenían un sentimiento de orgullo y pertenencia que el fútbol y héroes como Arsenio, José Luis o Bebeto ayudaban a potenciar. El lema con el que creció aquel colectivo marcaba distancias muy claras: “No somos ultras, somos divertidos”.
Nada de lo que ocurre ahora es divertido. Hubo un tiempo en el que LaLiga anunció que iba a plantar cara al mundo ultra. Se explicaba incluso que iban en dirección contraria al floreciente negocio futbolístico. Pero la batalla parece perdida en muchos entornos porque la mancha se agiganta en sociedades aparentemente tan diversas como las del este de Europa o la belga y la francesa. ¿Y aquí? ¿Estamos haciendo lo posible con nuestros palabras o acciones para extirpar de la sociedad el problema ultra? ¿Nos interesa hacerlo o mejor miramos hacia otro lado mientras le toque al vecino?