Al Deportivo y al deportivismo no les suele ir bien en media tabla. Y es comprensible porque a cualquier persona o entidad la falta de objetivos la sitúa entre la desidia y la inacción, punto desde el que hay un solo paso para instalarse en un estado depresivo.
La depresión se instaló en Riazor después de los días de vino y rosas. El Dépor pasó de la codearse con los mejores de Europa a pelear por entrar en la Copa Intertoto y a luchar sin éxito por algo tan complicado como es llegar al último partido de la Copa del Rey. Se quedó a las puertas de él en dos ocasiones. En aquellas semifinales, frente al Espanyol y al Sevilla, Riazor no superó los 20.000 espectadores. Sirva como comparación que este domingo, con el equipo en media tabla de Segunda y frente a un rival completamente desahuciado, fueron más de 21.000 fieles los acudieron al municipal herculino.
Los años de gloria plantaron una semilla de la que todavía hoy nacen brotes verdes. El paso del tiempo, sin embargo, puso de relieve lo que sucede en muchas ocasiones, no solo en A Coruña sino en cualquier parte del planeta, en esas situaciones. El Deportivo murió de éxito. Aunque en este punto hay que exculpar a su masa social, que estuvo lejos de ser la principal culpable.
Ha pasado ya mucho tiempo desde aquello, aunque algunos nos resistamos a reconocerlo. Hace 15 años que el Dépor puso fin a sus dos décadas consecutivas en el top flight. Tiempo más que suficiente para que cualquier menor de edad de esta ciudad apenas tenga el recuerdo del equipo de los Sidneis, Juanfranes y Guilhermes.
Ahí está la joya de la corona. De padres a hijos, tanto en la grada como en el terreno de juego, el deportivismo ha experimentado una transmisión intergeneracional de un valor incalculable. Si desde la grada empuja una mayoría de chavales que sueñan con ver a su equipo contra a los que salen en los telediarios —como nos ocurrió a los que nacimos desde finales de los 60 a principios de los 80—, lo que viene sucediendo en Abegondo en la última década no se queda atrás. La generación de los campeones de España juveniles que ya manda, incluido el banquillo, en el primer equipo es solo la punta de un iceberg que recuerda a otros semilleros norteños de tiempos pretéritos.
Vagar por tierra de nadie tiene poco atractivo. Aunque todavía es menos atrayente la posibilidad de jugarse a cara o cruz la permanencia en la categoría.