No viajaban con un teléfono en la mano, ni unos auriculares enormes cubriéndoles media cabeza. Llevaban la ‘bolsa’ del club y un neceser bajo el brazo. Eran casi todos más bien bajos y con las piernas torcidas como dejando el culo entre paréntesis. Caminaban pisando fuerte y vestían camisetas y pantalones muy cortos y ajustados, con las medias altas -nunca por encima de la rodilla- o caídas hasta el tobillo. Las espinilleras eran como las clases de música, opcionales, y las botas totalmente negras con tacos de aluminio que ambientaban con su sonido característico los pasillos de losa de cualquier estadio.
El que tenía un tatuaje, probablemente ya había pasado por la trena o venía de un barrio conflictivo. No daban ruedas de prensa y atendían a los periodistas solos y a pie de campo con los cascos del profesional en las orejas y sin que nadie les esperase para arrancarlo de la entrevista. Cuando marcaban un gol saltaban con los brazos estirados y se abrazaban todos juntos. Jugaban en campos vallados en los que se fumaban puros y se bebía alcohol.
No había readaptadores, ni psicólogos, ni ‘scouting’, ni se grababan los entrenamientos. No les medíamos la velocidad, sólo distinguíamos entre rápidos y lentos. Se daba mucha ‘leña’ y se fingía poco. Le cedían el balón al portero las veces que fuese necesario para que la recogiera con la mano y perder tiempo. Jugaban en pocos equipos durante su carrera y no tenían cláusula de rescisión ni derechos de imagen. No conocíamos a sus novias ni cuántos coches tenían. No sabíamos de su vida pero queríamos aquella vida.
Así los recuerdo yo y así me vinieron a la mente imágenes de mi niñez en Asturias, cerquita de Gijón, donde vi aquel Sporting puntero y el Mundial del 82, allí donde tanto escuché hablar de una gran goleador que para mí tenía cara de abuelo y para todo el mundo un corazón enorme. Puxa ‘Brujo’, descansa en paz.