En fútbol pocas veces hay ‘bola de partido’. Normalmente las ligas regulares o los formatos de grupo ofrecen margen al error. Solo en momentos muy determinados te lo juegas todo a una baza. Este es uno de ellos.
¿Lo mejor? El ambiente que se vive en esta previa, una ciudad volcada con su equipo, un latir común, recuerdo de épocas pasadas. ¿Lo peor? El miedo al fracaso. Y ese lo tenemos todos, jugadores, técnicos, afición… nosotros y ellos. Todos.
Escuchaba hace un rato en la radio a un entrenador que no gustaba del término fracaso en fútbol, que si el equipo había trabajado bien durante el año y lo había dado todo no había lugar al fracaso. “En todo caso, decepción”, apuntaba.
No comparto. Entiendo que la gente de dentro, los profesionales, quieran relativizar situaciones y resultados. Pero es que si hiciéramos eso, el fútbol no sería lo que es, no generaría lo que genera, no pagaría lo que paga y no movería las entrañas como las remueve. Si coincidimos en que la grandeza del fútbol supera al propio deporte y lo eleva a sentimiento, debemos admitir que fluye, hierve, renueva y mata por igual. El éxito existe tan fuerte y poderoso como el fracaso.
Lo del sábado será un partido de fútbol, pero sobre todo una batalla mental. Jugar a esto del balompié lo saben hacer, en mayor o menor medida, unos y otros. La cuestión es controlar las ansiedades propias de estas circunstancias y aprovechar las pequeñas ventajas, como es jugar en Riazor, sin convertirlas en un regalo envenenado.
De preocupar, me ocupa más el poderío psicológico de los nuestros que las propias tácticas y estrategias, que ya deberían estar mecanizadas. La ‘cabeciña’ es lo que distancia a los buenos de los normalitos, será la que los empuje a la hora de presionar, la que los convenza de que son más rápidos, más altos y más fuertes, la que los levantará del verde si la cosa se pone fea. Eso, y el efecto Riazor.