Es una de las primeras expresiones que se me quedó grabada a fuego desde niño. En general, quizá por la naturaleza del ser humano, somos muy dados a coger el brazo cuando alguien nos ofrece la mano. Un comportamiento tremendamente injusto.
No sé a usted, pero una de mis sospechas de que Gilsanz era el botón rojo de la dirección deportiva y no una opción en la que se creyera firmemente fue mantener la fecha de caducidad de un contrato al que apenas le quedan hoy dos meses y medio para expirar. Ni siquiera hubo el guiño de la renovación automática por alcanzar una permanencia que a principios de noviembre era más anhelo que posibilidad real. Nada. No ayuda, claro, el amago enseñarle la puerta en verano planteándose la posibilidad de devolverlo al juvenil después de lograr la permanencia con un Fabril parcheado hasta el extremo. Curiosamente, por paliar las deficiencias del primer equipo. Se vistió como un complejo planteamiento profesional para favorecer la formación de los jóvenes. Nunca he sido yo mucho de maquillaje.
Si a alguien se le diera por ser franco, con alta probabilidad reconocería que el principal motivo por el que Gilsanz no tiene ya un nuevo contrato encima de la mesa es por ser tan o más deportivista que cualquiera de los que pilotan el club coruñés. Al menos el que lleva más tiempo siéndolo. “Óscar no se irá a ninguna parte”, me imagino que será la premisa. Funambulismo sobre la delgada línea que separa la confianza del menosprecio. Más en un cacareado proyecto de cantera en el que hoy tienen asegurado sus primeros pasos en el fútbol profesional un buen puñado de chicos que cuentan con un detalle común en su currículum: todos fueron alumnos del betanceiro.