La cerveza tenía alcohol, se transportaba en cajas amarillas y el cuello de sus botellas se rodeaba de un dorado papel. Los refrescos de cola eran todos azucarados. La grada de General lucía atestada. Primavera de 1991 y el equipo peleaba por la gran ilusión de varias generaciones de deportivistas, que jamás habían visto a su equipo en Primera. Las previas ya eran tan intensas como ahora, pero en el interior de Riazor era preciso hidratarse. A nadie se le había ocurrido vender hamburguesas o perritos en el estadio. Vivíamos sin saber que aquello era posible.
Entonces los bares acudían al rescate de los aficionados porque se montaba uno en un pispás. Ahí estaba, sobre el maltrecho tartán que rodeaba el verde. Allí yacían las chapas, testigas de tanta sed de glorias. Una valla coronada por alambre de espino rodeaba la grada y la gente se parapetaba ante ella para recoger la bebida, que se derramaba en vasos de plástico con los que había que guardar un precario equilibrio para escalar aquella atestada grada de General. El Deportivo subió a Primera y, antes como ahora, nos lo bebimos todo.