Se acerca al córner, se echa la mano a la oreja, pide a los aficionados rivales que le silben aún más, coloca el balón, clava un gol olímpico antológico y lo celebra sentado en la valla de publicidad mirando de nuevo al público que segundos antes le abucheaba. Una secuencia solo al alcance de un genio absoluto como Neymar.
El brasileño, que marcó este golazo con el Santos, no es el ejemplo de una carrera llevada de manera cerebral. Sus cuestionables decisiones, sobre todo a la hora de elegir algún destino, y su excesiva tendencia al teatro ante las patadas, algunas muy duras, que ha recibido, no le han ayudado a asentarse en el imaginario colectivo como el grandísimo futbolista que ha sido, y veremos si sigue siendo. Eso sí es su responsabilidad. Como también lo es haber puesto la fiesta por delante del fútbol en repetidas ocasiones.
Pero las lesiones, la mayoría traumáticas debido a golpes de sus rivales, no están en su debe. Como tampoco lo está que se le siga recordando como un jugador únicamente de highlights y de recopilaciones de videos de Youtube. Neymar fue el futbolista que mantuvo por más tiempo un nivel próximo al de los tiranos del fútbol de las últimas décadas, Messi y Cristiano, y lo hizo no solo a través de regates de ilusionista. Pasó de ser un extremo encarador a un futbolista total capaz de comprender el juego más allá de una posición concreta. Y todo eso sin perder un ápice de capacidad para inventar jugadas imposibles en una décima de segundo que otros no conseguirían ni imaginar en una semana.