Hoy tenemos un partido en la cumbre, un partido del año de esos que, paradójicamente, tenemos todos los años. Da igual que estemos en Primera, en Segunda, en Segunda B, en Primera RFEF o como quieran llamar a la categoría. Da igual que estemos arriba, abajo o en la mitad. Da igual que el rival sea el Real Madrid o su filial porque aquí hemos tenido partidos decisivos contra todo el mundo. Es lo mismo. A estas alturas de temporada cualquier partido es importantísimo. Dentro de dos semanas vendrá el filial del eterno rival y será otro partido del año, por ser un derby (descafeinado, eso sí) y por la temporada que están haciendo los olívicos. Luego vendrá el Fuenlabrada con el morbo que ello conlleva, después le toca al Ceuta, que lleva una segunda vuelta de impresión. Más tarde el Alcorcón, otro partido del siglo. Y acabaremos con el Algeciras, que veremos a ver si no es el día decisivo. Nos esperan partidos con lleno en las gradas de Riazor, lo cual me encanta. Y a domicilio pues más de lo mismo: Ferrol, Linares, Córdoba… todos son partidos del siglo. Un no parar.
Y hoy quería acordarme de un Deportivo – Castilla que ni fue decisivo ni partido del siglo ni nada por el estilo, pero con el que disfruté enormemente. Porque ganamos, claro, que si no fuese así no diría lo mismo. Aquel día de febrero de 1985 venía un Castilla que estaba haciendo una buena temporada y que tenía entre sus filas a Pardeza, que aún no había llegado al primer equipo, Sánchez Candil, que llegaría al Deportivo a la temporada siguiente, Ortiz, aquel delantero que jugó cedido en Riazor en la 82-83 y que guardaba cierto parecido físico con Schuster y José Aurelio Gay, que jugó muchos años en Primera con el Real Zaragoza. Esa temporada fue muy igualada, como suele ser siempre la Segunda División. De hecho, Deportivo estaba en descenso en la jornada 14 y, sin embargo, en la 20ª estaba a dos puntos del ascenso. Al final fue un año que ni fu ni fa, como casi siempre.
El ambiente en Riazor era frío. Lo normal. A la media hora marca Traba. Y se celebra, claro. Cinco minutos más tarde repite Traba. Y todos muy contentos. Parecía que ese día no se iba a sufrir y se tendría una tarde más o menos tranquila. Pero nada más lejos de la realidad, poco antes de cumplirse el minuto diez de la segunda parte fue precisamente el rubio Ortiz el que acortaba distancias para el Castilla y el runrún habitual empezó a circular por el estadio. “Hala, a sufrir” decía uno. Sólo pasaron seis minutos más cuando Pardeza igualaba la contienda y fue entonces cuando comenzaron los silbidos y los “ya estamos como siempre”. Y cuatro minutos más tarde llegaba el 2-3. En 10 minutos nos habían remontado el partido. Las protestas y los gritos de desaprobación inundaron Riazor. Animar no se animaba mucho, pero protestar se nos daba estupendamente. Al menos no se lanzaron almohadillas al campo, que era un objeto contundente muy utilizado en aquellos años cuando el equipo local y/o el árbitro no tenían su mejor día. Felizmente, en el minuto 76 Traba hacía el 3-3 y sólo dos minutos después completaba su póker con el 4-3. Yo me puse a saltar, el de al lado se puso a saltar, el de enfrente también y todo el mundo celebró el gol como nunca había visto hasta entonces. El Castilla buscó nuevamente el empate, pero ya no se movió el marcador y todos aplaudimos a rabiar cuando el árbitro pitó el final. Sólo eran dos puntos más, pero la forma de conseguirlo hizo que nunca me olvidase de aquel partido.
Hoy todos firmaríamos un partido igual que el de hace 38 años, aunque no sé si a esta edad me convienen tantos sobresaltos.