Era la penúltima jornada, el Deportivo estaba en puestos de ascenso y hacía trece años que no jugaba en Primera División. Aquel equipo era el mejor que habían visto una burbujeante generación de deportivistas, los niños del ascenso, les llamaban, veinteañeros o adolescentes que empezaban a enseñarle a la ciudad que el corazón de su gente era blanquiazul. Había un indomable sentimiento de orgullo y pertenencia en todos aquellos chicos que se acercaban desde Monte Alto, la Sagrada, los Mallos, Elviña o Monelos para citarse en Riazor, una novedad en una ciudad donde la juventud pastaba hasta entonces cada domingo en otros prados. El Deportivo volvía a ser una referencia y la media de edad en el graderío del estadio se rebajó. Y entonces llegó Oviedo.
Segundos en la clasificación, 180 minutos por jugar con un último partido que debía ser un trámite en casa ante el Tenerife. O no. Todavía no se había cerrado la herida de tres años atrás y el malhadado Rayo Vallecano primado hasta las cejas. Bastaba con puntuar en Oviedo, un empate iba a dejar al equipo en la orilla del éxito
Esperaba el equipo local, que apuraba sus opciones de dar el salto a Primera: Hasta siete escuadras se jugaban las dos plazas que iban a acompañar al Murcia. Aquel era un fútbol de clásicos: Sabadell, Mallorca, Elche, Recreativo, Castellón y los dos primos hermanos, Oviedo y Deportivo, que tenían una cita en el viejo Carlos Tartiere, el campo de Buenavista, el 11 de mayo de 1986.
Aquel día la Primera División ya había finiquitado y la selección española con Miguel Muñoz al frente embarcaba en Barajas con destino a México, al Mundial. Los focos estaban en el campeonato de Segunda, la expectación era inusitada en A Coruña, donde se larvó la mayor migración futbolística en años, más de 5.000 deportivistas en dirección a Oviedo cuando transitar hacia la capital del Principado por la Cuesta de la Sal, Mondoñedo (con la inevitable visita al Rei das Tartas), Luarca y La Espina suponía no menos de cinco horas de viaje entre curvas y contracurvas.
La ilusión estaba disparada. El equipo estableció su cuartel general en la villa costera de Candás, en el Hotel Marsol, de la misma cadena que el Rías Altas que anunciaban los jugadores en sus camisetas, se velaron armas. Allí llegó un telegrama de Chousa, irredento aficionado que levantaba a la Preferencia Inferior de Riazor a toque de corneta. “¡Aúpa, séptimo de caballería! A ganar”.
“No saldremos a la defensiva”, anunció el técnico Chuchi Aranguren, un exjugador del Athletic entre 1962 y 1975. Era el primer año que entrenaba al equipo. El único. Aquel partido en Oviedo le laminó porque a pesar de sus advertencias salió al campo a taparse, guardó al recién llegado Donowa en el banquillo y se tapó con Verón, un exdelantero reconvertido en estajanovista de la medular. Al Deportivo, que venía de cosechar cuatro victorias consecutivas, le faltó osadía en el momento de la verdad y se abocó a un partido trabado que empezó a decantarse cuando a la media hora de juego el inglés Thompson le propinó un codazo al sanguíneo lateral zurdo Silvi y este le contestó con un mamporro. Villena Peña, el árbitro, mandó a la caseta al deportivista.
Aquello se convirtió en pura supervivencia hasta que a veinte minutos del final el trencilla decretó un dudosísimo penalti por mano de Sánchez Candil, un centrocampista procedente de la cantera del Real Madrid y padre de Aarón, actual zaguero del Fabril. Marcó Vicente Blanco, otro exmerengue, para el Oviedo y una ola de indignación se desató en el deportivismo. “El mejor jugador de ellos iba de negro”, clamó el presidente Jesús Corzo. “Ha sido un robo descarado”, resolvió el alcalde Paco Vázquez, presente en el palco del Tartiere. “El empate estaba cantado, el Oviedo no le metía un gol ni al arco iris”, concluyó. Aranguren clamó por el penalti, pero fue uno de los señalados tras el partido. No tanto como Villena Peña, que subió a los altares del imaginario de desastres arbitrales del club.
Aquel era el Deportivo de los niños del ascenso, el que lideraba el gran José Luis Vara, icono blanquiazul de una generación de seguidores, el del simpar meta José Luis Montes o el de la única temporada de Milos Hrstic, un elegante líbero yugoslavo que había estado en la convocatoria de la selección balcánica en el Mundial de 1982, pero que ya llegó bastante cascado. Era un buen Dépor, honesto, con producto gallego como Vicente Celeiro o Traba encargado del gol, un equipo al que aquel ascenso le pasó de largo en aquella longa noite que, sin embargo, empezó a alumbrar un nuevo ambiente en el estadio de Riazor con el nacimiento de los Riazor Blues, un movimiento social de ADN coruñés que nació con un lema: “No somos ultras, somos divertidos”.