Mucho se ha escrito en las últimas semanas sobre la grandeza del Real Madrid, ese equipo capaz de estar nocaut, a punto de besar la lona, y resarcirse para batir al rival y lucir cual Rocky Balboa.
No seré yo desde esta humilde columna quien ordene el plan a seguir por los blancos, dios me libre con la de sabios que pululan Valdebebas, pero sí me atrevo a sugerir la senda que no habrían de tomar. Hacer gestas magníficas, resucitar en el último suspiro, ejercitar el más difícil todavía, llevar a la afición al éxtasis, es el canto por excelencia a lo épico y glorioso. Como aficionado, no se puede pedir más. La leyenda del Bernabéu se agranda, los periodistas se quedan sin adjetivos y al cuento solo le resta “ganaron en París y comieron perdices”.
Qué bonito será que eso ocurra. Yo no soy fan del Real, tampoco del Barcelona. Me gusta el fútbol y por lo tanto valoro a uno u otro en virtud de lo que despliegan sobre el campo. Sin embargo, llegados a una final, quiero que gane un conjunto español. Ya sé que hay muchos aficionados que tienen dos equipos, el de su ciudad y uno de los grandes. Yo no, a mí solo me levanta de la silla el Depor, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza.
Pero les hablaba del Madrid. Y precisamente esta ausencia de sentimiento hacia el club de Concha Espina 1 me permite ver claro que jugar en el alambre es altamente peligroso.
Yo soy de tierra adentro, nací en Caracas, donde mi padre era seleccionador nacional del país, pero crecí y me hice coruñesa en San Andrés, cerca de la Estrecha. Mi madre era del Matadero, de la playa de la Berbiriana, y me hablaba mucho del mar, de lo que daba y de lo que también quitaba. Ella había visto muchos ahogados fruto de aquel virulento Atlántico de la época.
El Madrid que se enfrente al Liverpool debe ser el Madrid de las grandes tardes, el dominador, el galáctico, no el gorgojo, el milagrero que se levanta herido de muerte y vence. No puede rendirse más a la épica. Ya no. Porque el fútbol, como el mar, da y quita.
¡Salud y suerte!